Los pies descalzos sentían la tierra
fría de la madrugada, las hojas secas y algunas no tanto, sobre el
polvo, el césped y las flores silvestres. Sólo bastaba dar un paso.
Sólo uno.
Sólo un paso y luego otro para
abandonar el peso que oprimía el pecho, para dejar atrás toda
pesadilla, para olvidar todo miedo oculto.
Bastaba un movimiento tan digno de un
niño. Un paso para acercarse a ella. Ella.
Ella y sus ojos. Sus ojos marrones
verdosos, el cielo turbulento confundido con las tierras altas y
vivas que hozan rozarlo. Ella y sus ojos miel.
Las primeras luces de la madrugada, los
primeros rayos del sol naciente, chocaban ahora contra su cuerpo
justo en el momento en el que la música de la fiesta parecía
disminuir hasta alcanzar el silencio digno del origen de las cosas,
del mundo y universo alrededor de ambos.
Sus pies se movieron nerviosos en la
tierra. Pero no se movieron. Sólo existían esos ojos para él. Y
los pasos que los distanciaban. Sólo un paso para volver a sentir
esa calidez femenina entre sus manos, esos nudos imposibles en su
cabello entre sus dedos. Ese desorden de pestañas haciéndole
cosquillas en las mejillas. Sólo un paso para sentir sus mejillas
suaves contra su barba sin afeitar por el viaje. Tan sólo un paso de
sus pies vueltos piedra firme para volver a vivir esos labios. Labios
con labios.
Y tenía que ser, pensó él. Él lo
sabía. Si había un lugar y un momento para reencontrarse con ella,
era éste. Una fiesta rústica, en el medio de las montañas
británicas, cerca de los acantilados filosos y bajo el fatalismo
característico de la filosofía cotidiana del siglo XVIII escoces. Sólo en una fiesta otrora
considerada “pagana”, rodeados de música celta y mujeres
vestidas para la ocasión, danzando como brujas alrededor del fuego
ya casi consumido. Sólo cuando el suelo vibraba con cada paso de
baile, volviendo a resurgir la tierra por las salpicaduras de cerveza
artesanal y el sudor de los cuerpos vivos. ¿Dónde más sino en
tierras encantadas para encontrársela? ¿A ella, loca brujita entre
muchas, única loca entre pocas?
Sonrió ella entonces.
Eso bastó para inmovilizarlo contra la
tierra. Esa tierra que amenazaba con romperse no en dos, sino en mil
pedazos, ante el peso de la mirada de esos ojos miel, capaces de
volverse fuego y derretir el más frío invierno de las altas
tierras. Sus rodillas temblaban como un adolescente a punto de dar su
primer beso. Los ojos miel de ella brillaban con el sol entre las
colinas, pícaros y rebosantes de diversión. No paso mucho tiempo
hasta que la vio acercarse.
Paso a paso -esos mismos pasos y
distancias que él no había podido juntar las fuerzas para recorrer-
hacia él. Y no sólo la música desapareció sino que las personas
alrededor, hombres y mujeres, vikingos, pictos, normandos, ninfas,
brujas y duendes, todos cesaron de respirar el mismo tiempo en el que
él contuvo su respiración. Sólo respirar cortaría el hechizo en
el que él se sentía sumido mientras la veía acercarse.
El cabello le caía desordenado más
allá de los hombros, rozando sus caderas con el ir y venir de las
mismas, en cada uno de sus pasos llenos de una gracia propia de una
bailarina o de una bruja experta en seducción. Trenzas escondidas
rebeldes entre el desorden de los cabellos bailarines, brillaban con
los rayos de sol, entre las flores y ramillas. Si no la hubiera
conocido bajo las luces nocturnas de una ciudad repleta de
humanos-hormiga y semáforos, de bocinas y malhumores rutinarios, podría haberla confundido con una ninfa
cuya alma y espíritu pertenecían a la tierra y al aire que se
mezclaban para dar vida a los bosques entre las montañas áridas.
O quizá no. Ella era inconfundible.
Sus ojos no eran los típicos verdes. Sus labios no eran del típico
rosado. No. Ella era una ninfa urbana capaz de mimetizarse con
cualquier escenario, hábil de improvisarse un vestido blanco y suelto
y descalzar sus pies sin pudor de no seguir los protocolos propios
de una dama al danzar despreocupada en la tierra pura.
Sonrió.
Aniñada.
Y cerca. Eso bastó.
El perfume de su piel a sol, sudor y
naturaleza lo envolvió, mareándolo. Aunque también podríamos
echarle la culpa a la cerveza... O la magia que se respira en las
altas montañas...