De como reír con vos, era tan natural.

sábado, agosto 1

Inconfundible

pd. se recomienda leer escuchando: The Wedding - Outlander OST

Los pies descalzos sentían la tierra fría de la madrugada, las hojas secas y algunas no tanto, sobre el polvo, el césped y las flores silvestres. Sólo bastaba dar un paso. Sólo uno.
Sólo un paso y luego otro para abandonar el peso que oprimía el pecho, para dejar atrás toda pesadilla, para olvidar todo miedo oculto.
Bastaba un movimiento tan digno de un niño. Un paso para acercarse a ella. Ella.
Ella y sus ojos. Sus ojos marrones verdosos, el cielo turbulento confundido con las tierras altas y vivas que hozan rozarlo. Ella y sus ojos miel.
Las primeras luces de la madrugada, los primeros rayos del sol naciente, chocaban ahora contra su cuerpo justo en el momento en el que la música de la fiesta parecía disminuir hasta alcanzar el silencio digno del origen de las cosas, del mundo y universo alrededor de ambos.
Sus pies se movieron nerviosos en la tierra. Pero no se movieron. Sólo existían esos ojos para él. Y los pasos que los distanciaban. Sólo un paso para volver a sentir esa calidez femenina entre sus manos, esos nudos imposibles en su cabello entre sus dedos. Ese desorden de pestañas haciéndole cosquillas en las mejillas. Sólo un paso para sentir sus mejillas suaves contra su barba sin afeitar por el viaje. Tan sólo un paso de sus pies vueltos piedra firme para volver a vivir esos labios. Labios con labios.
Y tenía que ser, pensó él. Él lo sabía. Si había un lugar y un momento para reencontrarse con ella, era éste. Una fiesta rústica, en el medio de las montañas británicas, cerca de los acantilados filosos y bajo el fatalismo característico de la filosofía cotidiana del siglo XVIII escoces. Sólo en una fiesta otrora considerada “pagana”, rodeados de música celta y mujeres vestidas para la ocasión, danzando como brujas alrededor del fuego ya casi consumido. Sólo cuando el suelo vibraba con cada paso de baile, volviendo a resurgir la tierra por las salpicaduras de cerveza artesanal y el sudor de los cuerpos vivos. ¿Dónde más sino en tierras encantadas para encontrársela? ¿A ella, loca brujita entre muchas, única loca entre pocas?
Sonrió ella entonces.
Eso bastó para inmovilizarlo contra la tierra. Esa tierra que amenazaba con romperse no en dos, sino en mil pedazos, ante el peso de la mirada de esos ojos miel, capaces de volverse fuego y derretir el más frío invierno de las altas tierras. Sus rodillas temblaban como un adolescente a punto de dar su primer beso. Los ojos miel de ella brillaban con el sol entre las colinas, pícaros y rebosantes de diversión. No paso mucho tiempo hasta que la vio acercarse.
Paso a paso -esos mismos pasos y distancias que él no había podido juntar las fuerzas para recorrer- hacia él. Y no sólo la música desapareció sino que las personas alrededor, hombres y mujeres, vikingos, pictos, normandos, ninfas, brujas y duendes, todos cesaron de respirar el mismo tiempo en el que él contuvo su respiración. Sólo respirar cortaría el hechizo en el que él se sentía sumido mientras la veía acercarse.
El cabello le caía desordenado más allá de los hombros, rozando sus caderas con el ir y venir de las mismas, en cada uno de sus pasos llenos de una gracia propia de una bailarina o de una bruja experta en seducción. Trenzas escondidas rebeldes entre el desorden de los cabellos bailarines, brillaban con los rayos de sol, entre las flores y ramillas. Si no la hubiera conocido bajo las luces nocturnas de una ciudad repleta de humanos-hormiga y semáforos, de bocinas y malhumores rutinarios, podría haberla confundido con una ninfa cuya alma y espíritu pertenecían a la tierra y al aire que se mezclaban para dar vida a los bosques entre las montañas áridas.
O quizá no. Ella era inconfundible. Sus ojos no eran los típicos verdes. Sus labios no eran del típico rosado. No. Ella era una ninfa urbana capaz de mimetizarse con cualquier escenario, hábil de improvisarse un vestido blanco y suelto y descalzar sus pies sin pudor de no seguir los protocolos propios de una dama al danzar despreocupada en la tierra pura.
Sonrió.
Aniñada.
Y cerca. Eso bastó.

El perfume de su piel a sol, sudor y naturaleza lo envolvió, mareándolo. Aunque también podríamos echarle la culpa a la cerveza... O la magia que se respira en las altas montañas...