De como reír con vos, era tan natural.

martes, noviembre 19

El Chico Océano

Usualmente cuando miraba hacia arriba, los ojos le dolían. Desde que podía recordar, la luz le caminaba por los párpados, juguetona queriendo entrar en las pupilas. Celosas. Miró hacia arriba, obligando al dolor a irse, despacio, ajustando la luz a las pupilas. El iris se hizo pequeño y los mares azules alrededor de él se oscurecieron, casi como si fuesen un turbulento océano en una tempestuosa tormenta. La luz, a su vez, intimidada, se empezó a retraer en el cielo, entre las nubes. Éstas cada vez más y más se cruzaban y entrecerraban entre sí, aglutinándose todas juntas, temerosas de su propio poder. Entonces la vida del cielo se apagó, casi como un interruptor, como un corte. Ningún rayo atravesó el cielo, pero éste se volvió negro, en una conexión impredecible, imposible, entre los ojos del niño y el cielo.
Con los ojos negros, no se atrevía a cerrarlos. Temía inundarse él mismo, sentía el océano en su mirada y se sentía impotente al no poder manejarla. ¿Por qué él? ¿Por qué no otro?
Caminó paso a paso, suave, el dolor se mezclaba como la sangre con el agua, sentía cada litro recorrer sus venas como si lo estuviera observando en ese mismo instante, pero no. Sus ojos, bloqueados y enredados a cielo, como si existiese una invisible cadena entre los mismos y el techo terrenal. Sentía como la tierra se comenzaba a humedecer bajo sus botas, el cuero de las mismas no encontraba difícil caminar debido a que las plantas se hundían bajo sus pies, y aquel terreno que alguna vez había sido seco, era en ese momento, arena movediza. Pero él no se hundía, mucho menos el cielo. La tormenta no caía, se encontraban las gotas congeladas en el aire, cayendo y cayendo pero antes que tocarlo o tocar la tierra, se rozaban entre ellas, apresuradas, pero no caían. Se desaparecían en el aire sin razón o patrón alguno. Las gotas resbalaban de las plantas hacía arriba y se encontraban en la misma línea, desvaneciéndose en la nada al llegar a determinada altura, sin chocar, por tan poco, la otra gravedad.
No se detuvo al llegar a la orilla, sino que siguió caminado. La tierra debajo de él iba desapareciendo, todo a su alrededor era un océano, cuyas olas no lo alcanzaban pero que él percibía a lo lejos. ¿A dónde lo dirigía? ¿A dónde iban las gotas desvanecidas?
Y se hundió. Las olas lo cubrieron por entero cuando menos lo esperaba, y aún debajo de las aguas oscuras e imperceptibles de su profundidad, entre los azules y negros colores, las burbujas apenas perceptibles, él seguía mirando hacia arriba, sus ojos negros como piedras, ensalzados a la orquesta de nubes sin rayos o truenos, ellas solas haciendo su encanto tormentoso.
Hasta que el sol empezó a penetrar entre las mismas, como todo director.
Pero él no tuvo tiempo de adaptar sus ojos nuevamente. Entonces se hundió en la negrura de su profundidad. Cayendo. La cadena invisible hizo ruido contra el agua, al caer. Las nubes de alborotaron y silbaron junto al viento.Y él, él hizo lo que no debía hacer.
Él cerró los ojos, viendo toda la negrura de su propio interior.

Despertó, sin aire y con el corazón palpitándole fuerte en el pecho, como si quisiera salírsele.

Sin embargo ella lo abrazó por atrás mientras susurraba “Conmigo, no hay tierra más firme.

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