Usualmente cuando miraba hacia arriba,
los ojos le dolían. Desde que podía recordar, la luz le caminaba
por los párpados, juguetona queriendo entrar en las pupilas.
Celosas. Miró hacia arriba, obligando al dolor a irse, despacio,
ajustando la luz a las pupilas. El iris se hizo pequeño y los mares
azules alrededor de él se oscurecieron, casi como si fuesen un
turbulento océano en una tempestuosa tormenta. La luz, a su vez,
intimidada, se empezó a retraer en el cielo, entre las nubes. Éstas
cada vez más y más se cruzaban y entrecerraban entre sí,
aglutinándose todas juntas, temerosas de su propio poder. Entonces
la vida del cielo se apagó, casi como un interruptor, como un corte.
Ningún rayo atravesó el cielo, pero éste se volvió negro, en una
conexión impredecible, imposible, entre los ojos del niño y el
cielo.
Con los ojos negros, no se atrevía a
cerrarlos. Temía inundarse él mismo, sentía el océano en su
mirada y se sentía impotente al no poder manejarla. ¿Por qué él?
¿Por qué no otro?
Caminó paso a paso, suave, el dolor se
mezclaba como la sangre con el agua, sentía cada litro recorrer sus
venas como si lo estuviera observando en ese mismo instante, pero no.
Sus ojos, bloqueados y enredados a cielo, como si existiese una
invisible cadena entre los mismos y el techo terrenal. Sentía como
la tierra se comenzaba a humedecer bajo sus botas, el cuero de las
mismas no encontraba difícil caminar debido a que las plantas se
hundían bajo sus pies, y aquel terreno que alguna vez había sido
seco, era en ese momento, arena movediza. Pero él no se hundía,
mucho menos el cielo. La tormenta no caía, se encontraban las gotas
congeladas en el aire, cayendo y cayendo pero antes que tocarlo o
tocar la tierra, se rozaban entre ellas, apresuradas, pero no caían.
Se desaparecían en el aire sin razón o patrón alguno. Las gotas
resbalaban de las plantas hacía arriba y se encontraban en la misma
línea, desvaneciéndose en la nada al llegar a determinada altura,
sin chocar, por tan poco, la otra gravedad.
No se detuvo al llegar a la orilla,
sino que siguió caminado. La tierra debajo de él iba
desapareciendo, todo a su alrededor era un océano, cuyas olas no lo
alcanzaban pero que él percibía a lo lejos. ¿A dónde lo dirigía?
¿A dónde iban las gotas desvanecidas?
Y se hundió. Las olas lo cubrieron por
entero cuando menos lo esperaba, y aún debajo de las aguas oscuras e
imperceptibles de su profundidad, entre los azules y negros colores,
las burbujas apenas perceptibles, él seguía mirando hacia arriba,
sus ojos negros como piedras, ensalzados a la orquesta de nubes sin
rayos o truenos, ellas solas haciendo su encanto tormentoso.
Hasta que el sol empezó a penetrar
entre las mismas, como todo director.
Pero él no tuvo tiempo de adaptar sus
ojos nuevamente. Entonces se hundió en la negrura de su profundidad.
Cayendo. La cadena invisible hizo ruido contra el agua, al caer. Las
nubes de alborotaron y silbaron junto al viento.Y él, él hizo lo
que no debía hacer.
Él cerró los ojos, viendo toda la
negrura de su propio interior.
Despertó, sin aire y con el corazón
palpitándole fuerte en el pecho, como si quisiera salírsele.
Sin embargo ella lo abrazó por atrás
mientras susurraba “Conmigo, no hay tierra más firme.”
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