La mano recorría la quebrada de su
espalda, la línea no tan marcada de su espina dorsal, se frenaba
unos segundos más entre sus omóplatos, y después volvió a
resbalar por el camino conocido, delicado. Los lunares de ella no
huían a sus manos, él los recolectaba, como frutos de un bosque,
cada uno venenoso a su modo, porque cada lugar de escondite traía
su historia, cada uno desprendía el mismísimo rayo de sol que lo
había hecho nacer. Recorrerla lo iluminaba y aún así y todo, no se
dignaba a abrir los ojos.
La mano se enredaba en los cabellos de
él, trenzándolos, alisándolos, corriéndolos de su cara, a veces
no tan delicada, por ello mantenía sus uñas cortas. La brutalidad
de sus gestos se contrarrestaban con la feminidad de sus
pensamientos: ella podía quedarse horas mirándolo dormitar a su
lado, las pestañas a penas temblando, los labios apenas entre
abiertos y algún que otro lunar en su rostro. El hueco tibio de su
cuello estaba para la mano de ella si quería descansar pero ella
seguía. Hasta que comenzaba a extrañarlo y lo despertaba susurrando
“Arriba, arriba”.
Las manos,
tocan.
Las manos,
conocen el tacto que la mente permite y
que el corazón cede.
Las manos,
ceden. Como ella.
La mano corría los cabellos fuera del
rostro de ella, bajan, por sus hombros, su cintura y descansaban en
su cadera. Ella sonreía embobada y él la miraba en total seriedad.
Podría jurar que los ojos le brillaban, quizá haya que hecharle la
culpa a los lunares por eso. Él no sonreía y ella sí, muriéndose
de curiosidad por saber qué se le cruzaba por la mente, más que de
lo común. No hablaba mucho y sin embargo, a veces -y sólo a veces-,
ella podía entenderle los ojos, abiertos o cerrados, las muecas, los
mimos. Y eso, la mayoría del tiempo, bastaba.
La mano descansaba sobre su pecho, pero
él no tenía que tranquilizar a su corazón, en esos momentos, no.
Sonrió entonces e hizo muecas, ella río. Él la besó, como muchas
otras veces, sin entenderla y sin saber cómo hacerlo. Sabía qué
partes de su cuerpo al ser recorridas de determinada forma
reaccionarían de un modo u otro pero no sabía que palabras decir
para tranquilizar sus dudas, aquellas nacientes de esa inseguridad
que recorría cada una de sus venas hasta nublar incluso en las cosas
más claras -¿realmente eran así de claras?- su mente.
Las manos,
tocan.
Las manos,
se hacen lugar en la mente, para luego
enfrentarse al corazón.
Pero las manos no son palabras,
aquéllas ceden,
éstas no.
Màs, cuando las manos tocan.
ResponderEliminarYa nada queda sin ser
tocado
.
Espero que seás realmente consciente del talento que tenés. Me encantó la escena que se creó en mi mente al leer esto. Hermoso.
ResponderEliminar¿Y rusita? No more words?
ResponderEliminar.
Trabajo a presión, claramente. El problema es que mis días se quedaron sin olor a él.. Y cuesta
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